...Mas podría suceder que yo fuese algo más de lo que pienso, y que todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza de Dios estén en mí, de algún modo, en potencia, si bien todavía no manifestadas en el acto. Y en efecto, estoy experimentando que mi conocimiento aumenta y se perfecciona poco a poco, y nada veo que pueda impedir que aumente más y más hasta el infinito, y, así acrecentado y perfeccionado, tampoco veo nada que me impida adquirir por su medio todas las demás perfecciones de la naturaleza divina; y, en fin, parece asimismo que, si tengo el poder de adquirir esas perfecciones, tendría también el de producir sus ideas. Sin embargo, pensándolo mejor, reconozco que eso no puede ser.
En primer lugar, porque, aunque fuera cierto que mi conocimiento aumentase por grados sin cesar y que hubiese en mi naturaleza muchas cosas en potencia que aún no estuviesen en acto, nada de eso, sin embargo, atañe ni aun se aproxima a la idea que tengo de la divinidad, en cuya idea nada hay en potencia, sino que todo está en acto. Y hasta ese mismo aumento sucesivo y por grados argüiría sin duda imperfección en mi conocimiento. Más aún: aunque mi conocimiento aumentase más y más, con todo no dejo de conocer que nunca podría ser infinito en acto, pues jamás llegará a tan alto grado que no sea capaz de incremento alguno. En cambio, a Dios lo concibo infinito en acto, y en tal grado que nada puede añadirse a su perfección. Y, por último, me doy cuenta de que el ser objetivo de una idea no puede ser producido por un ser que existe sólo en potencia el cual, hablando con propiedad, no es nada, sino sólo por un ser en acto, o sea, formal.
Y no tengo por qué juzgar que las cosas que me faltan son acaso más difíciles de adquirir que las que ya poseo; al contrario, es, sin duda, mucho más difícil que yo esto es, una cosa o substancia pensante haya salido de la nada, de lo que sería la adquisición, por mi parte, de muchos conocimientos que ignoro, y que al cabo no son sino accidentes de esa substancia. Y si me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, es decir, mi existencia, no me hubiera privado de lo más fácil, a saber: de muchos conocimientos de que mi naturaleza no se halla provista; no me habría privado, en fin, de nada de lo que está contenido en la idea que tengo de Dios, puesto que ninguna otra cosa me parece de más difícil adquisición; y si hubiera alguna más difícil, sin duda me lo parecería (suponiendo que hubiera recibido de mí mismo las demás cosas que poseo), pues sentiría que allí terminaba mi poder.
Y no puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento mediante la suposición de que he sido siempre tal cual soy ahora, como si de ello se siguiese que no tengo por qué buscarle autor alguno a mi existencia. Pues el tiempo todo de mi vida puede dividirse en innumerables partes, sin que ninguna de ellas dependa en modo alguno de las demás; y así, de haber yo existido un poco antes no se sigue que deba existir ahora, a no ser que en este mismo momento alguna causa me produzca y por decirlo así me cree de nuevo, es decir, me conserve
En efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo, resulta clarísimo que una substancia, para conservarse en todos los momentos de su duración, precisa de la misma fuerza y actividad que sería necesaria para producirla y crearla en el caso de que no existiese. De suerte que la luz natural nos hace ver con claridad que conservación y creación difieren sólo respecto de nuestra manera de pensar, pero no realmente.
Quizá pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no sea Dios, y que yo haya sido producido, o bien por mis padres, o bien por alguna otra causa menos perfecta que Dios. Pero ello no puede ser, pues, como ya he dicho antes, es del todo evidente que en la causa debe haber por lo menos tanta realidad como en el efecto. Y entonces, puesto que soy una cosa que piensa, y que tengo en mí una idea de Dios, sea cualquiera la causa que se le atribuya a mi naturaleza, deberá ser en cualquier caso, asimismo, una cosa que piensa, y poseer en sí la idea de todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza divina.
Ulteriormente puede indagarse si esa causa toma su origen y existencia de sí misma o de alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se sigue, por las razones antedichas, que ella misma ha de ser Dios, pues teniendo el poder de existir por sí, debe tener también, sin duda, el poder de poseer actualmente todas las perfecciones cuyas ideas concibe, es decir, todas las que yo concibo como dadas en Dios.
Y si toma su existencia de alguna otra causa distinta de ella, nos preguntaremos de nuevo, y por igual razón, si esta segunda causa existe por sí o por otra cosa, hasta que de grado en grado lleguemos por último a una causa que resultará ser Dios. Y es muy claro que aquí no puede procederse al infinito, pues no se trata tanto de la causa que en otro tiempo me produjo, como de la que al presente me conserva.
Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea para que sea como el sello del artífice, impreso en su obra; y tampoco es necesario que ese sello sea algo distinto que la obra misma. Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios me ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esta semejanza (en la cual se halla contenida la idea de Dios) mediante la misma facultad por la que me percibo a mí mismo; es decir, que cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que soy una cosa imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino que también conozco, al mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee todas esas cosas grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí; y las posee no de manera indefinida y sólo en potencia, sino de un modo efectivo, actual e infinito, y por eso es Dios. Y toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la existencia de Dios consiste en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección. Por lo que es evidente que no puede ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño depende de algún defecto.